El Espíritu que No Puede Pecar

 



En 1 Juan 3:8, leemos: “el que practica el pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio.” El pecado tiene su origen en la rebelión de Satanás contra Dios, y aquellos que viven en pecado fuera de Cristo están bajo esta influencia maligna.

El apóstol Juan nos advierte que el pecado no es solo un fallo humano, sino una expresión directa de la obra del diablo en el mundo. Aquellos que no han sido transformados por Cristo viven bajo este poder de las tinieblas.

Jesús: El Único Sin Pecado y Nuestro Salvador

En contraste con el pecado y su origen en el diablo, el versículo 5 nos dice: “sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él.” Jesús es completamente puro y santo, el único que no tiene pecado. Esta perfección de Cristo es crucial, porque solo alguien sin pecado puede vencer el poder del pecado y redimirnos. Su sacrificio en la cruz no solo paga el castigo por nuestros pecados, sino que también deshace las obras del diablo, como se aclara en el versículo 8: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo.”

El versículo 6 afirma: “Todo aquel que permanece en él, no peca.” Este no es un llamado a la perfección sin errores, sino una declaración sobre el cambio radical que ocurre en el creyente cuando está en Cristo. El versículo 9 explica que “todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él.” La “simiente de Dios” se refiere al Espíritu Santo que habita en el creyente. Este Espíritu Santo transforma a los hijos de Dios desde dentro, y ahora pertenecen a la familia de Dios.

Efesios 1:13-14 nos dice que los creyentes son sellados con el Espíritu Santo como garantía de su herencia en Cristo. Este sello de Dios es el poder transformador que nos permite vivir conforme a la voluntad de Dios. Aunque el creyente todavía tiene pecado, como 1 Juan 1:8 aclara, el Espíritu Santo en el creyente vencecualquier pecado u/o obra del Diablo. El Espíritu obra constantemente para llevar al creyente hacia la santidad, convenciéndolo de pecado y guiándolo al arrepentimiento.

Es el Espíritu Santo que no Peca

Es importante entender que, aunque el creyente todavía tiene una naturaleza pecaminosa, es el Espíritu Santo que habita en él que no puede pecar. 1 Juan 3:9 afirma: “no puede pecar, porque es nacido de Dios.” La presencia del Espíritu Santo no solo provee convicción de pecado, sino también el poder para resistirlo en esa lucha con su naturaleza pecaminosa (Romanos 7:14-25), el punto es que ya no pertenece al diablo y a su obra pecaminosa.

El versículo 10 marca un punto de inflexión en el capítulo: “En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.”

Juan establece una distinción clara: los hijos de Dios son aquellos que practican la justicia y muestran amor por sus hermanos. Aquellos que viven en injusticia y no aman a su hermano están bajo la influencia del diablo. Esta división entre los hijos de Dios y los hijos del diablo no es superficial; se basa en la práctica de la justicia y el amor fraternal.

A partir del versículo 11, Juan enfatiza el amor como la evidencia de que una persona ha pasado de la muerte a la vida. “Este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros” (v. 11).

El apóstol utiliza el ejemplo de Caín y Abel en el versículo 12 para ilustrar la diferencia entre los hijos de Dios y los hijos del diablo. Caín, quien actuó bajo la influencia del mal, mató a su hermano Abel porque las obras de Abel eran justas.

Este ejemplo nos enseña que aquellos que no aman a sus hermanos están siguiendo el camino de Caín, no el de Cristo.

En el versículo 15, Juan toma este tema aún más profundamente: “Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permaneciente en él.”

El odio hacia un hermano es equivalente al homicidio espiritual.

Este es un recordatorio fuerte de que el amor no es opcional para los hijos de Dios. El amor fraternal es una marca distintiva del creyente verdadero. Al igual que Cristo nos amó hasta la muerte, debemos amar a nuestros hermanos con sacrificio y sinceridad.

Finalmente, en el versículo 18, Juan insta a los creyentes: “No amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad.” El amor genuino se manifiesta en acciones, no solo en palabras. El amor y la justicia son las evidencias tangibles de la obra transformadora de Cristo en nuestras vidas. El creyente verdadero no solo evita el pecado habitual, sino que vive una vida marcada por la justicia y el amor hacia los demás.

1 Juan 3 nos revela claramente que el pecado tiene su origen en el diablo, pero Cristo vino a deshacer las obras del diablo y quitar nuestros pecados. Los que han nacido de Dios ya no pertenecen ni son vencidos por el Diablo y su obra pecaminosa. El Espíritu Santo ahora habita en ellos, guiándolos hacia la santidad y justicia en Cristo. Aunque los creyentes tienen pecado todavía, el Espíritu Santo en ellos no puede pecar y los lleva hacia una vida de justicia y amor.

En este capítulo, Juan también destaca que la verdadera evidencia de ser un hijo de Dios se encuentra en la práctica de la justicia y en el amor sincero hacia los hermanos. Aborrecer a un hermano es comparable al homicidio espiritual, y los hijos de Dios son llamados a amar con acciones genuinas, reflejando el amor de Cristo en sus vidas.


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